a los treinta y ocho ya no se busca tanto a una media naranja, a un príncipe azul; un ramo de flores, un poema, una cita a ciegas.
uno ya no planea la fiesta en casa de cada fin de semana o el próximo festival de música al que se va a asistir el próximo año. es decir, se puede tener el evento en casa y se puede asistir al festival, y todo bien. pero también se puede no tener nada de eso y seguir bailando y cantando en la regadera. porque a los treinta y ocho, si algo se disfruta bien, es la regadera.
y es que a esta edad, más que salir a buscar al alma gemela o la aventura de cada noche, uno prefiere buscarse a sí mismo, y más que salir a buscar buenos momentos, uno los va encontrando mientras camina, mientras se encuentra.
por otro lado y en frío, a los treinta y ocho, todo lo que uno busca, todo lo que uno desea, todo lo que uno pide, es que lo dejen de joder. que nadie se entrometa en tus soledades –que más bien son tus propios acompañamientos–, y que nadie te esté jodiendo con «porqués» de cualquier índole: «por qué publicaste esto o lo otro», «por qué te vestiste de esa u otra forma», «por qué dejaste a la pareja que tenías de hace diez años».
y es que a los treinta y ocho, uno tiene la tarea, el sentimiento, la urgencia, el instinto de convertirse en su propio arqueólogo, de cavar hasta llegar al fondo, y más que al fondo, al núcleo. de perderse hasta encontrarse, corriendo todos riesgos que eso conlleva, pero sabiendo que el peor de todos es el de ser encontrado por la frustración, por la mediocridad, por el game over en vez del start again.
y entonces, cuando uno busca porque cava; cuando uno es necio e incansable hasta el cansancio, y encuentra, entonces los treinta y ocho, los cuarenta o los veintiocho, se convierten en el primer año del resto de tu vida.